Asimismo, hubo otro cambio más en la sociedad europea propiciado por esta Revolución Industrial. Hasta ese entonces, la mayoría de la población vivía en el campo, dedicándose a la agricultura. Sin embargo, las nuevas fábricas pagaban mejor y cada año necesitaban más trabajadores, por lo que los jornaleros, poco a poco, fueron abandonando sus pueblos de origen para mudarse a las ciudades, donde se hallaba todo ese tejido industrial. Evidentemente, poblaciones como Londres, París y muchas otras crecieron de una forma espectacular e inusitada en ese tiempo, apareciendo, por consiguiente, nuevos problemas de seguridad, higiene, organización urbanística... Del mismo modo, los obreros, que sufrían unas durísimas condiciones de trabajo, pronto se organizaron para reclamar a la burguesía, primero, respeto y dignidad laboral y, después, derechos y libertades políticas y sociales. Había nacido la sociedad contemporánea.
En este contexto histórico no era de extrañar que el Romanticismo fuera perdiendo adeptos. Ante tantas transformaciones sociales, políticas, económicas y científicas, los ideales ya no resultaban tan interesantes como antes. Asimismo, no tenía sentido alejarse de un mundo, de una sociedad en frenético cambio, como nunca se había dado en la Historia, y que continuamente descubría una nueva región del mundo, una nueva especie animal, una nueva civilización... Por último, los problemas sociales eran tales (la pobreza infantil, la desigualdad) que resultaba imposible ignorarlos. Es por ello que los escritores abandonaron la sensibilidad romántica para adentrarse en un nuevo movimiento que les permitiese estudiar y comprender el mundo que los rodeaba. Nacía así el Realismo.
Como podemos apreciar, eran muchas las diferencias que había entre el Realismo y el Romanticismo. Además de la ya expuesta (el realista se preocupa por su realidad y se centra completamente en ella), el Realismo rechaza la subjetividad y el 'yo' para realizar un estudio objetivo y minucioso del mundo y la sociedad actuales. No obstante, el Realismo, vistos los problemas de la sociedad, no dudará en criticarlos desde una perspectiva ética, incluyendo valoraciones y comentarios al respecto desde la voz del narrador o de uno de sus personajes. En este sentido, el Realismo tiene más en común con la Ilustración, si bien esta apostaba decididamente por el ensayo (a veces literario -Cadalso-, en otras ocasiones más político o económico -Jovellanos-) y el Realismo lo hará por la novela. He ahí otra diferencia más con el Romanticismo: se abandona el verso y se apuesta de forma decidida por una prosa más sobria, sencilla (con pocos recursos literarios) y directa que la romántica.
Para reflejar adecuada y objetivamente la realidad en la que vivían, los novelistas realistas recurrían a muchas técnicas diversas. Por un lado, en sus obras abundaban las descripciones de lugares, personajes y ambientes, que ofrecieran una visión rigurosa de la realidad de la que se iba a hablar. Por otro, mostraban a la perfección, por medio de los diálogos, las diferentes formas de hablar de las clases sociales de la época. Es decir, un personaje que fuese un obrero no solo debía vestir y vivir como tal, sino que, además, tenía que hablar como lo haría un peón del momento. Finalmente, empleaban para sus novelas un narrador omnisciente, capaz de contar absolutamente todo lo relacionado con la historia y, sobre todo, sus personajes: sus sentimientos, su pasado, los motivos de sus acciones, etc.
Por supuesto, el Realismo tuvo muchos seguidores en España, país al que este movimiento llegó casi con 20 años de retraso con respecto de Francia (1830) o Inglaterra (1838). La pionera fue Cecilia Böhl de Faber, una escritora andaluza de origen suizo. Hija de un diplomático y criada en Alemania, con 17 años regresó a España, concretamente a Cádiz, y casi toda su vida estuvo ligada a Andalucía, viviendo en El Puerto de Santa María, Jerez o Sevilla. Sus novelas, que firmaba con el pseudónimo de Fernán Caballero, son consideradas como el inicio de la narrativa realista española, si bien otros estudiosos la consideran prerrealista por la inclusión en ellas de elementos costumbristas. En otras palabras, Cecilia Böhl de Faber no dudó en representar el folclore, las jergas, las canciones y los trajes tradicionales de Andalucía en sus más de 20 obras. De entre todas ellas destacó La Gaviota (1849), donde, desde una perspectiva moralista y conservadora, narra las desventuras de Marisalada, una muchacha egoísta de pueblo que, seducida por la fama y la fortuna que cosecha en Sevilla y Madrid, abandonará a su marido y se hará la amante de un torero. Esa decisión provocará que caiga sobre ella la desgracia y la vergüenza.
Tendrían que pasar otras dos décadas, con todo, para que otros escritores siguiesen la estela realista de Cecilia Bóhl de Faber. Es decir, que España se incorporó definitivamente al Realismo en la década de 1870, casi 40 años después de su aparición en otros países europeos. La Generación de 1868 será la encargada de recoger el testigo, pudiendo dividirse sus miembros en dos facciones, a saber, el Realismo tradicional (defensor de los antiguos valores españoles) y el liberal (más crítico con el país y sus costumbres). En el primero podemos hallar a Pedro Antonio de Alarcón (El sombrero de tres picos -1874-) o al cántabro José María Pereda, quien reflejó en sus novelas (Sotileza -1885-, Peñas Arriba -1895-) la forma de vida de los pueblos pesqueros y de la montaña de su tierra natal. En el Realismo liberal, por su parte, se encontraría el cordobés Juan Valera, cuya novela más notable fue Pepita Jiménez (1874), en la que, al igual que en Juanita la Larga (1896), reflexionó críticamente sobre las trabas sociales y morales impuestas al amor, así como sobre la hipocresía en torno a este.
La denominada
Sin embargo, la figura más importante del Realismo español no fueron estos autores, sino uno de origen canario:
Benito Pérez Galdós era el mejor novelista que había nacido en nuestro país desde Miguel de Cervantes y, por ello, pugnó por ser el primer premio Nobel español. Lamentablemente, las intrigas de sus rivales políticos se lo impidieron. Eso, por supuesto, no resta méritos a su extensa producción en prosa, donde destacan los Episodios Nacionales. En ellos, Pérez Galdós refleja los grandes acontecimientos históricos que vivió España en el siglo XIX, desde la batalla de Trafalgar (en la que las fuerzas enemigas de Napoleón Bonaparte derrotaron a la armada hispano-francesa) hasta la Restauración de la monarquía y los Borbones en 1874. Aun así, no debemos entender sus Episodios como tratados históricos. Si bien Galdós, como buen realista, realizó una excelsa labor de documentación e investigación, la originalidad de sus Episodios reside en que cuenta esos hechos históricos desde la perspectiva de la gente anónima y corriente (inventada por el propio Galdós) que los vivió en primera persona.
Por si 46 Episodios no fueran suficientes, Galdós publicó, además, otras 32 novelas, las cuales pueden clasificarse en tres grupos diferenciados:
A) Las novelas de tesis, publicadas entre 1870 y 1878. Entre ellas, sobresale Doña Perfecta (1876), que simboliza a la perfección las claves de estas novelas de tesis:
Si os habéis fijado, en este fragmento chocan dos posturas. Por un lado, se encuentra don Inocencio, cura de Orbajosa, representante de las viejas formas de la España más tradicional; y, por otro, don Pepe Rey, ingeniero de tendencia más liberal que trata de imponer la ciencia y la razón sobre la superstición. Precisamente ese es el tema principal de las novelas de tesis: el enfrentamiento entre la religiosidad y la ciencia, entre la corriente política conservadora y la liberal.
B) Las novelas españolas contemporáneas, publicadas entre 1881 y 1889. En ellas, apuesta claramente por la estética del Naturalismo (ya veremos en qué consiste en futuras entradas) y realiza un retrato perfecto del Madrid de su tiempo en todos sus estamentos sociales:
En estas novelas no abandona sus ideas políticas, pero sus personajes serán algo más complejos. Ya no habrá una clara división entre buenos (Pepe Rey, Rosarito) y malos (Don Inocencio, Doña Perfecta), sino que cada ser humano tendrá mayor o menor suerte según la vida que lleve, o la que le dejen llevar. La desheredada (donde narra la mala fortuna de Isidora, quien acaba con sus huesos en la prostitución y la cárcel) fue la novela que inició esta corriente, si bien la más importante es Fortunata y Jacinta (1887), en la que, por medio de un trío amoroso (la adinerada Jacinta, la humilde Fortunata y el vividor Juan Santa Cruz), Galdós realiza una fuerte crítica al papel de la mujer en la sociedad, la hipocresía dominante de la burguesía, la religiosidad asfixiante y dominante...
C) Las novelas espiritualistas, que comprenden las que Benito Pérez Galdós escribió a partir de 1890 y hasta su muerte en 1920. Con estas novelas, el novelista canario abandona su preocupación por la sociedad y se centra más en el alma humana, en el mundo interior de sus personajes, caracterizados por su sentido de la caridad y de entrega a los demás:
Este fragmento (donde habéis visto un magnífico ejemplo de monólogo interno, un recurso narrativo crucial del Realismo) corresponde a Misericordia (1897), la novela más destacada de esta etapa. En ella, una criada llamada Benina trata de hacer lo que sea para que su señora, doña Francisca, una dama venida a menos, no se muera de hambre. Benina tendrá que recurrir a la mendicidad para ello, sin que su señora lo sepa. El alma pura y buena de Benina, caritativa con todos, chocará de frente con la de una doña Francisca que, solo por las apariencias, acabará echando a Benina de su lado.
En 1920 Benito Pérez Galdós fue despedido por más de 30.000 madrileños, quienes reconocieron el mérito de un novelista canario admirado e imitado por todos los grandes escritores e intelectuales españoles de principios del siglo XX. Su influencia en la narrativa de nuestro país solo es comparable, como ya se ha indicado, a la del mismísimo Cervantes; y su muerte marca el final definitivo de esta etapa literaria en España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario