El desastre de 1898 también dejó sentir sus ecos en la lírica española. Los preceptos del Modernismo de Rubén Darío (que aún mantuvieron vivos durante muchos años Francisco Villaespesa y Manuel Machado) no parecían tener ya mucho sentido ante la desgracia que asolaba a España. A fin de cuentas, ¿qué podía importar la belleza, la estética, en un país que se estaba derrumbando, decadente y sin alma? Por el contrario, tocaba el turno de expresar la indignación y la rabia por la situación actual que vivía España:
La lírica, pues, se ponía al servicio de la Generación del 98 para tratar su preocupación por España y la búsqueda de su esencia, su alma. Así lo hará, por ejemplo, Miguel de Unamuno, quien, cómo no, se valía del paisaje de Castilla para expresar su anhelo de recuperar la gloria perdida de su patria:
El Cristo de Velázquez, Rosario de sonetos o Romancero del destierro son algunas de las piezas líricas más importantes de Unamuno, al que, aun así, no se le puede denominar como el gran poeta de la Generación del 98. Dicha consideración recaerá en un autor sevillano que resultará decisivo en el devenir de la literatura nacional. Nos referimos a Antonio Machado:
Nacido en la capital andaluza en 1875, Machado es, sin lugar a dudas, la voz lírica más trascendental de comienzos del siglo XX. Al igual que su hermano Manuel, su carrera como poeta se vio claramente influenciada en sus inicios por su amigo Rubén Darío, el Modernismo y la poesía francesa de finales del siglo XIX. De esta manera, en 1903 publicó Soledades, a la que siguió en 1907 Soledades, galerías y otros poemas, donde la estética modernista se aprecia con absoluta claridad, así como ciertas reminiscencias a la lírica popular (como ya sucedía en la producción de Manuel Machado), a Bécquer y a Rosalía de Castro:
Como podéis apreciar, el Modernismo anda presente en este texto, con sus imágenes sensoriales (perfumes de rosas, doblar de campanas), su búsqueda de la belleza por medio del lenguaje y, sobre todo, el intimismo, la expresión de sus sentimientos de melancolía y tristeza. Este será el tono general de Soledades, galerías y otros poemas, obra en la que Machado reflexionará, con evidente nostalgia y angustia, sobre el amor (ese que no pasa dos veces en la vida, como indica en este poema), sus sueños, sus recuerdos, el paso del tiempo, el sentido de la vida, su preocupación por la muerte o Dios. Es decir, sus temas ya recuerdan a los que estaban tratando Unamuno, Baroja o Azorín en sus novelas y ensayos.
Por aquel entonces, Antonio Machado ya trabajaba como profesor en Soria; y fue allí donde conoció al gran amor de su vida: Leonor Izquierdo. A pesar de la gigantesca diferencia de edad, en 1909 la pareja se casó y su matrimonio fue realmente feliz... Hasta que, mientras Machado estudiaba en París, ella contrajo una tuberculosis que, lamentablemente, acabó con su vida en 1912. Aquella tragedia sumió al poeta sevillano en una profunda crisis existencial y emocional que no llegó realmente a superar en lo que le quedó de vida.
En ese mismo año vería la luz su segunda gran obra, Campos de Castilla, una obra mucho más madura, depurada y comprometida a nivel político. El sevillano ya se había desprendido casi por completo de la estética modernista, apostando por un estilo más personal, cargado de sencillez y expresividad; y, al igual que los otros miembros de la Generación del 98, escogió Castilla (especialmente Soria) como símbolo y representación de la España de su tiempo. Machado recrea unos paisajes castellanos de gran belleza a pesar de su simpleza, una hermosura que contrasta con el atraso y la decadencia de sus gentes, carentes de moral y valores:
Eso sí, después de la muerte de Leonor, no fue España, sino su enorme tristeza la que ocupó sus escritos. Sus reflexiones sobre la vida y la muerte pudieron leerse, por ejemplo en sus Proverbios y cantares, una serie de poemas cortos y sentenciosos de entre los que destaca este célebre texto:
En este poema se aprecian varias de las características de la poesía de Machado. Para empezar, es evidente el estilo sencillo y directo; por otro lado, destaca el uso del verso octosílabo y la rima asonante (muy del gusto del hispalense); y, en último lugar, se aprecian dos de los símbolos (herencia modernista) fundamentales en la obra de Machado, a saber, el camino (que representa la vida y el paso del tiempo) y el mar (la muerte). Otros símbolos destacables en Machado serían el agua (si fluye, refleja la vida; si está estancada, quieta, la muerte), la fuente (origen de sueños e ilusiones), la tarde (reflexión y melancolía), el jardín (intimidad), el color blanco (la muerte), las galerías (pasadizos para conectar con el alma) o los sueños (conocimiento verdadero).
Más adelante, en 1924 publicó su última gran obra, Nuevas canciones, en la que, en poemas breves e inspirados en la lírica popular, expresa su preocupación sobre temas filosóficos de diversa índole (paso del tiempo, la muerte, el sentido de la vida); continúan la nostalgia y el recuerdo de su esposa fallecida; y rememora el paisaje andaluz de su infancia. Su producción se completó desde entonces con otras antologías poéticas (en las que apareció Guiomar, pseudónimo de su otro gran amor, Pilar de Valderrama) y alguna obra en prosa, como Juan de Mairena y Abel Martín. En sus últimos años incluso dejó de lado la poesía para dedicarse por completo a la enseñanza y la política durante la II República, lo que lo obligó a exiliarse a Francia una vez estalló la Guerra Civil Española. Allí, lejos de su patria, de su hogar que tanto había amado, murió en 1939. Sin embargo, su corazón todavía vive en Sevilla, cuna de este gran genio y hogar del limonero que lo vio jugar de niño, como él mismo contaría en este famoso poema:
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